Estimados amigos: perdón por la demora(casi dos años) en tratar de comunicarme con ustedes(si es que alguien lee estas líneas, claro), pero debido a contingencias personales y familiares, me ha resultado imposible darle continuidad a mi blog.
Por lo tanto, y atento a que los problemas parecen proseguir y hasta a agravarse, creo que lo mejor es optar por hacerme conocer como escritor, a través de la presentación- más o menos constante- de mis textos(poemas, cuentos, capítulos de novelas,etc).
Comenzaré con un relato breve:- "La guagua". un cuento erótico. Espero comentarios y les invito a visitar mi Web: www.sanesociety.org/es/JoseManuel
La “guagua”
El hombre busca con su mirada el timbre de la casa. Ve la ventana abierta de la prolija prefabricada de madera imaginando que hay alguien en su interior.
A la vera de una empalizada, discurre un caudal de aguas servidas. El hombre mide el curso de agua antes de pegar el salto. Sobre uno de los flancos del lechoso líquido, observa una mancha negra que parece moverse; efectivamente, se mueve: un grupo numeroso de hormigas, llevando retazos de hojas a cuestas, delibera buscando una solución al repentino problema; aquel curso de agua sorpresivo, las aislaba momentáneamente de su hormiguero. O cruzaban o morirían.
Una vez más, el hombre busca el timbre. Deja la chanta(*) con los juegos de sábanas en el piso y luego acomoda la caja con la lencería.
Mira hacia la puerta y se golpea las manos.
Pronto aparece una joven mujer, delgada y algo retraída.
-Sí... - dice la joven mujer, mientras parece medir con la mirada al hombre.
El hombre-frisando los cuarenta, de mediana estatura, cutis blanco, atractivo porte y bien parecido- ensaya la mejor sonrisa, despliega el juego de sábanas más vistoso, y tienta a la joven mujer con un plan de pagos “... a crédito, sin garante, señora”.
Buen comienzo, piensa. Le parece que no será necesario el truco de sacar una bombacha de la caja y exhibirla en la puerta de entrada. No fallaba nunca. Si la mujer se asomaba a la puerta, la bombacha en ristre era el elemento de presión sutil más efectivo; sabía (el hombre, claro) que a partir de ese momento tenía asegurado el ingreso a la casa.
Se sorprende que la joven mujer le invite a penetrar en la vivienda.
Una vez en su interior, el hombre gira la vista a diestro y siniestro. Piso prolijo, madera prolija, cortinados prolijos, cocina pequeña pero prolija; divisor de ambientes de tapicería, limpio y prolijo también.
- La felicito, señora. Veo que tiene todo muy prolijo.
La joven mujer se sonroja.
-Y... cosas de la familia. Mi abuela era prolija; mi madre no le cuento. Yo...
-Vos prolija, también- pontifica el hombre. Siempre pasaba rápido al tuteo. Costumbre del trabajo.
-Claro, claro- acota la joven mujer.
Mientras ella mira las prendas de lencería, el hombre intuye que tiene una venta segura. Momentos en los cuáles-como siempre-, los tejidos nerviosos enroscados en su estómago, comienzan a relajarse. Síndrome típico de la venta.
La cara de la joven mujer parece hablar sin palabras, mientras desliza entre sus manos de estatua de virgen, un baby doll blanco, el largo y transparente camisón negro, y la pequeña bombacha de color rojo con la rosa negra en su centro.
El hombre acomoda sobre la mesa el talonario de solicitudes y los pagarés respectivos. Colocando el papel carbónico entre las hojas, recién repara en el vientre algo hinchado de la joven mujer. Ve que el salto de cama de ella luce con el cinturón suelto, y que el borde derecho de la prenda, deja al desnudo parte de uno de los muslos femeninos.
La joven mujer apenas había merecido un seis en la calificación previa del hombre (costumbre del trabajo); pero, por encima del resto de sus sentidos, en las cuestiones eróticas, era su vista la que oficiaba siempre de sumo sacerdote (para colmo, cómplice de su libido más perversa); pronto, sus ojos, desatan la imaginación. Momentos en que se siente atraído por la juventud de la mujer; y momentos también, en que siente percibir que emana de ella, una peculiar sensibilidad cada vez que ella habla y se mueve.
Observando nuevamente el pequeño vientre de la joven mujer, siente la necesidad de hacerle una pregunta, movido por una particular presunción. Sin embargo, opta por callarse.
Repentinamente, ella pide permiso para llevarse la lencería preseleccionada a la habitación. El hombre asiente.
Cuándo la joven mujer se pierde detrás del cortinado azul rasado, él se acerca a la pequeña ventana que da a la calle. Apoyando su frente contra el vidrio, escudriña tratando de observar a las hormigas. El hombre es buen lector. Recuerda que un grupo de científicos había llegado a la conclusión de que, en caso de una contienda atómica-desaparecida la raza humana-, sería la hormiga una de las especies privilegiadas capaz de reemplazar al hombre en el dominio del planeta (sabe que debido a cuestiones de resistencia, las cucarachas también tienen lo suyo).
El recuerdo lo sobrecoge; ignora por supuesto si esa especulación podría llegar a cumplirse; solo está seguro de una cosa: que dentro de un millón de años, sobre la faz de la tierra, ni siquiera habrá de perdurar la sombra de una pátina humana.
-Señor...
Desplegando una de las hojas de la cortina divisoria, ve que la joven mujer le hace señas para que pase a la habitación. Sorpresa. Ve también que se ha puesto el largo camisón transparente. Su cuerpo parece un esbozo de Modigliani.
Mientras se mueve hacia la habitación, el hombre piensa en la ligereza moral de la condición humana.
Al abrir el cortinado, segunda sorpresa: acostada sobre uno de los flancos de una cama matrimonial, una beba durmiendo; prenda rosa con vivos blancos.
El hombre mira a la mujer y a la niña. Un Dios gramatical se descuelga de su boca. No entiende que pasa. Señala la beba.
-Mi hija, la guagua- dice la joven mujer que se ha desplazado hacia el respaldo de la cama. El oído del hombre percibe la sutil tonada norteña; zamba, chacarera o baguala, pero norteña al fin.
No sale de su asombro. Mujeriego empedernido, pero como esto, ni por asomo. Tiene la sensación de que alguien ha introducido un bisturí abriendo una zanja en medio de sus hemisferios cerebrales. Sabe que no está en presencia de una prostituta; que incluso la joven mujer le acaba de pagar las prendas...
De pronto, alcanza a asir un pensamiento que pasa volando por encima de su cabeza. Puede ser la tabla de salvación, la explicación que necesita:
- ¿Sos mamá soltera...? Digo...
La joven mujer parece ruborizarse.
-No, no; estoy casada.
Habla con la cabeza ladeada. Luego se recuesta sobre el respaldo de la cama, entreabriendo ligeramente las piernas.
El hombre mira las transparencias del camisón y ve que la mujer no tiene puesta la ropa interior. Retrocede un paso pero se da cuenta que es inútil: los pruritos morales sucumben bajo los efectos del deseo carnal. Frönm o la carne; materia y espíritu; una pelea cotidiana. Frente al sexo, siempre el mismo ganador. Pronto, el animal visceral satisface sus instintos.
Cada gemido de ella, le parece el gemido angustiante y colectivo de la raza humana.
Al despedirse-después de besar en la frente a la joven mujer -, comprende que la misericordia ha tendido un manto de piedad sobre ambos.
En el momento de abrir la puerta de entrada, distingue una cinta negra por encima de las aguas servidas: las hormigas. A modo de un pontón viviente, centenares de éstas han elegido misteriosamente el camino de la muerte-una especie de suicidio misterioso- ; sumergiéndose en el agua, permitiendo que otros centenares de congéneres se abracen a sus cuerpos, formando un puente natural por dónde ha comenzado a cruzar el resto de la colonia.
El hombre mira el curso putrefacto y maloliente. Luego voltea la cabeza y mira hacia la casa prolija. La joven mujer lo observa detrás de las cortinas
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(*) Chanta: doble cinturón de cuero con pasamanos, para transportar prendas.
jueves, 25 de febrero de 2010
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