sábado, 27 de marzo de 2010

"No podía dejar de verte..."

Amigos: continuando con la línea erótica, aqué les dejo otro relato.

“No podía dejar de verte...”

Mira hacia la calle.
La interminable espera a través de la ventana. 30 días sin venir. Estúpida aventura, típica infidelidad de adolescente. Un par de copas y la pelirroja que le tira toda la artillería erótica. Ya se sabe: la típica pasión en la que el instinto sexual apuesta todo a ganador. “Puedo explicarte...” “No necesito tus explicaciones. Te encamaste con ella; eso es lo que importa”. Respuesta visceral. A tono con el signo de fuego. Escorpio es así. A todo o nada. A mentira o verdad. Sin medias tintas.
Mira hacia la calle.
Ha comenzado a llover. El viento de marzo, sibilante, teje su lúdica sinfonía a través de los intersticios de puertas y ventanas. No vendrá. Seguro que no vendrá. O tal vez, sí. El primer aniversario. Mucho peso emocional. Cinco años seduciendo a través de cómplices miradas, hablando por medio de los ojos que lo decían todo. Demasiado en juego. Prejuicios atávicos. Con mucho en riesgo: las amistades, los parientes, la condena social a esa relación que todos veían venir. Aristas compartidas. Una historia común de frustraciones sentimentales. Por suerte sin hijos como secuela; sin esas sanguijuelas emotivas que tanto condicionan el espíritu. Tal vez vendría. La esperanza estalla en fragmentos de dudas. Pero es la esperanza.
25 de marzo. 2001. Mar del Plata. En medio de una serie de marchas y protestas sociales. Peatonal y Córdoba. Luro y Catamarca. Belgrano e Independencia. El piquete financiero reclamando a un país que no existe. Lo sabe bien; aún lo padece con ella en carne propia.
Mira hacia la calle.
Como siempre a lo largo de estos últimos 30 días. Pero hoy más que de costumbre. No ha podido separarse del amplio ventanal biselado que da al balcón terraza. La lluvia ha levantado una cortina plomiza que se extiende a ras de las olas. El mar parece corcovear.
Mira hacia la calle.
Siente que la lluvia predispone al recuerdo melancólico. Algo más de un año atrás. El piquete financiero había terminado. La larga caminata, el cansancio de las piernas, la garganta que parecía gastarse de improperios y de gritos, invitaban a una pausa. Corrientes y Peatonal. “El Vitti.” El tradicional café, refugio de tantas tardes solitarias. La angustia exalta el peculiar rostro. El dinero sustraído; las penurias económicas; las facturas vencidas. “¿A vos no te parece una injusticia? Estos ladrones de guante blanco...” Comparte su aflicción. Trata de consolarla. Las cálidas palabras se descuelgan con pereza de su péndulo bucal. Parecen enroscarse en las volutas de tabaco que ascienden hacia el cielorraso en busca de una muerte inasible. Y de pronto, el milagro: las manos de ella que se encuentran con las suyas, los dedos presionados, la mirada intensa empujando a la confesión que aún hace un último intento de refugiarse en la garganta. Hasta que el sentimiento oculto, eclosiona: “Y sí...; no lo soporto más. Hace cinco años que lo vengo guardando. Me gustaste desde el primer día que te vi. Estoy enamorada de vos”. Luego las manos que se apartan bruscamente. Miedos, angustias, prejuicios, una trilogía agazapada, siempre al acecho en ese amor que llevaba el rótulo de clandestino.
Mira hacia la calle.
Alguien corre por la acera con un paraguas dado vuelta. No sabe muy bien por qué, pero cree estar segura que una voz le dice que no deje de apostar a la esperanza.
Mejor seguir pensando. Piensa. Si leyó la carta, intuye que el milagro aún es posible.
Demasiado en juego. Lo sabe. No es una historia de típicos amantes comunes: la habitual cita- almuerzo o cena, según las horas de disponibilidad-; una charla donde ambos se desprenden por un rato de sus angustias hogareñas y comunes frustraciones, y luego sí, a la cama. Hotel nuevo o repetido- depende, siempre depende- según el peso de la rutina, y después del rutinario consuelo del orgasmo compartido - o no- , vuelta a soportar la otra rutina del hogar.
Pero esta historia era diferente. En lo social, en lo sentimental, en lo espiritual, pero sobre todo era diferente por la mágica conjunción de buscar a Dios en cada grito de los orgasmos excluyentes y compartidos.
Mira hacia la calle.
Una bruma incipiente avanza desde el Este. En pocos minutos, sabe que se devorará la costanera y que luego trepará hacia la calle alta que ahora permanece desierta. Por momentos, ve el fantasma de ella descender del pequeño auto rojo y luego cruzar la calle con su andar felino. Veinte pasos más y estará frente a la puerta de entrada. Oye el timbre, el sonido virtual que se instala en uno de los intersticios de su cerebro. Le entrega el ramo de rosas rojas preparado para ella. “No esperaba menos de vos...” le dice la virtual voz, y de pronto, el vacío, la imagen que se esfuma mientras el ventanal recupera su lugar en la realidad cotidiana.
Mira hacia la calle.
Lleva horas de pie escudriñando el asfalto y las aceras. Mejor volver a los recuerdos, sumergiéndose en los pasadizos de un amor sublime. Siempre en busca del nirvana; un amor en el cuál el sexo no estaba condicionado por los genitales. Sí, mejor recordar el último acto de amor, antes de la ruptura: preludio de masajes japoneses- una Geisha; una experta en hacer estallar los poros de la piel -. “Hay que liberar al cuerpo; dejar que hable y se exprese por cada una de estas pequeñas ventanitas de la piel. El espíritu protesta a través de la voz, pero sólo los poros abiertos pueden liberar las angustias de la carne”. Piensa, ¿cómo no amar a una mujer capaz de semejante pensamiento?
Mira hacia la calle.
El ruido de un motor sube por la cuesta. Pronto lo ve: es el pequeño auto rojo. El PC del cerebro hace clic. Pausa. Sintonía fina. No se trata esta vez de un auto virtual parido por la ansiedad de la espera. Es real. Y de él, no desciende el fantasma de ella. Es ella. Falda larga tableada, brillante piloto rojo, botas color ciruela.
Comienza a cruzar la calle. Como autómata, va en busca del ramo de rosas. La chicharra del timbre le suena como el mejor trozo musical de Mozart. Ruido de ascensor. Las puertas que se cierran.
El toc, toc sobre la puerta de madera. Inconfundible. Aspira hondo. Ensaya una sonrisa para Da Vinci. Abre la puerta. Las palabras, convertidas en un pequeño amasijo en el paladar. La ve sonriente. Serena. Ella es la que habla.
- No podía dejar de verte, María.


José Manuel López Gómez
(Escritor “argentino” nacido en España)
Te invito a visitar mi Web: www.sanesociety.org/es/JoseManuel

domingo, 14 de marzo de 2010

"Amor sin palabras"

Amig@s: continuando con la línea de relatos eróticos, les dejo este divertido y melodramático cuento.
Hasta la próxima!

“Amor sin palabras”

1959. Mediados de año. No recuerdo bien el mes; pero sí tengo presente en la memoria que hacía frío. Junio, o julio tal vez. Trabajaba en un bar lácteo, propiedad de mi padre. Avenida Rivadavia; a dos cuadras de la estación Haedo.
Ella venía todos los días a comprar. Casi siempre lo mismo: dos botellas de leche, un pan de manteca y cada dos o tres días, un pote de dulce de leche.
Pronto me di cuenta que era tímida. Para mi gusto, demasiado. Y para colmo, vergonzosa. Siempre hablaba yo. Intrascendencias. Que frío hace hoy. ¿Tenés hermanos? Hoy vino congelada la leche. ¿Estudías, vos? Y ella nada. Una sonrisa a boca cerrada; a veces, a boca abierta; la cabeza ladeada; los ojos como dos persianas a medio abrir, pero siempre con las manos en movimiento, tomando las botellas, dándolas vuelta, golpeándolas entre sí mientras trataba de introducirlas en una bolsa de red de boca angosta.
Transcurrió un mes sin pena ni gloria. Tiempo durante el cual la había visto sin mirarla. Invariablemente, a las cinco y media, seis menos cuarto de la tarde. Hasta que un día, pasó. Lo de mirarla, digo.
Durante aquella etapa, tenía la costumbre de poner puntaje a las mujeres de acuerdo a la primera impresión. Calificaba según las reglas del truco: el culo era el as de espadas; el ancho de bastos estaba representado por unas buenas caderas; el siete bravo, un buen par de tetas; el de oros, unas buenas piernas. Los tres en general, eran los ojos; los dos, un buen par de labios sensuales y los anchos, la cabellera. El resto del mazo, valía sólo medio punto y la mina lo ligaba según las pilchas que llevaba. Con respecto al puntaje-siempre del uno al diez- también tenía parámetros especiales: del uno al diez, el culo valía tres puntos, las caderas, dos puntos, las piernas y las tetas, un punto, y medio punto para el resto de sus atributos físicos.
¿Lo espiritual? Bien, gracias. De entrada me di cuenta que si quería evaluar de manera práctica, debería renunciar al bagaje espiritual. Además, calificaba en cualquier territorio: en la calle, en el tren, a la entrada de un cine, en un hospital; todo tipo de entorno era bueno para admirar la figura femenina. ¿Cómo pensar en sopesar los dones del espíritu, siendo que yo tenía una fijación por los atributos físicos? Por otra parte, las hembras se me venían de frente o las junaba de atrás. ¿Qué podía saber de las condiciones espirituales cuándo ni siquiera cruzaba una palabra con ellas? (por supuesto que si esto se daba, comenzaba un flirteo, y uno podía hilar más fino).
Con la práctica, había adquirido una pasmosa eficiencia.
Cuento esto para que entiendan que a la tímida y vergonzosa, la había calificado el primer día con un discreto puntaje total de seis puntos; o sea, discreto, discreto; tal vez por eso la descarté de entrada.
Pero un día las cosas cambiaron. De pronto me di cuenta que había comenzado a mirarla de otra manera(o tal vez lo hacía desde tiempo atrás y yo no me había dado cuenta).
Ya se sabe: lo que no hace la indiferencia, termina haciéndolo la lujuria en trance imaginativo; así fue como los seis puntos originarios se convirtieron en ocho: las formas del culo aparecían más redondas, y las tetas, de un escuálido 75, yo las imaginaba de pronto rondando los 100 ó 110, tamaño de corpiño.
Por aquel entonces-20 años recién cumplidos- yo era un macho en celo permanente y cualquier animal del sexo opuesto- sin importar forma ni tamaño; ni viudas, ni solteras, ni casadas como reza el tango- me venía bien para ejercitar mi equivocada hombría de entonces(ya se sabe, muchos confunden el machismo con hombría). El caso es que -pese a mi juventud- yo me había dado cuenta que había empezado a crecer en mí un morboso deseo: quería voltearla con el confesado propósito de ver si era capaz de arrancarle a la tímida una palabra, ¡una maldita palabra de amor en el momento del orgasmo! Me decía: será tímida o vergonzosa, pero no hay mujer que en el momento de acabar, pueda resistirse al grito generado por la calentura. Tal vez demasiada madurez de pensamiento para mi edad. Pero siempre dije que los pensamientos no suelen estar en consonancia con los tiempos cronológicos. Conceptos y sentimientos son hijos de la experiencia de cada uno. Los años cuentan poco en esto.
Claro que aquella época no era como ahora, que te encaran ellas sin ningún tipo de hipocresía. Antes había que jugarla un poco de novio, y más de una vez uno quedaba pagando.
Fue cuando me dije que era el momento de comenzar la tarea de “ablande” psicológico.
“Mañana venite un poquito más tarde, ¿sí...? Y cuándo salgas, espérame por Las Bases, a dos cuadras de Rivadavia. Yo voy enseguida".
Me miró-tuve la impresión que su mirada era una brasa encendida penetrando mi carne-, volteó la cara como siempre, ensayó el mohín de la vergüenza y luego bajó la cabeza en señal de aprobación. Había estado a punto de decirle que se viniera con pollera pero me contuve al pensar que podría asustarla.
Tuve suerte: cuando se apareció al día siguiente, llevaba puesta una falda escocesa ligeramente por encima de la rodilla. Sentí un leve escozor en los genitales al imaginar el momento que mi mano derecha comenzara a ascender por sus imaginables muslos. Pero también me invadió un sentimiento de lástima al ver que temblaba de manera casi imperceptible, cada vez que la miraba o le dirigía la palabra. Me di cuenta que estaba regalada.
No la hice esperar más de cinco minutos. A 100 metros de dónde se encontraba, observé que se movía de un lado a otro mientras la bolsa con las botellas se le enredaba en las piernas cada tanto.
El viento parecía correr en zigzag, y yo sentía que el frío penetraba a través de mi ropa.
Al salir para la cita, descubrí una luna nueva que se asomaba por encima de un tejado, acentuando el brillo en la incipiente oscuridad invernal.
“Hola- le dije, besándola en la frente. Había descubierto que el beso en la frente terminaba desarmando cualquier defensa femenina supuestamente inexpugnable-. ¡No sabés cuanto hace que quiero hablar con vos!”
No me contestó. Durante unos momentos se quedó mirándome fijo mientras yo observaba como sus labios temblaban ostensiblemente.
De pronto, sin decir palabra, extrajo de uno de los bolsillos de su campera una pequeña esquela y me la entregó en forma compulsiva, sin dejar de mirarme intensamente, como si quisiera decirme algo con sus ojos. En esos momentos se me cruzó la idea de que ella quería que leyera lo que estaba escrito. Pero la calentura era implacable así que pronto comencé a caminar hacia el imaginado lugar donde pensaba franelearla.
Por eso guardé la esquela en el bolsillo trasero de mi pantalón (me sentía tan en ganador, que podía darme el lujo de dejar para más tarde la lectura de la palabra escrita).
Entonces, ocurrió algo que jamás me volvió a pasar con otra mujer: con sus manos me tomó de los brazos, y, literalmente, me empujó hacia el interior de un cerrado ligustro. Antes que pudiera reponerme de la sorpresa, se colgó de mi cuello y comenzó a besarme en medio de entrecortados gemidos.
Sus labios se habían convertido en una ventosa, una morsa carnal que oprimía mi boca.
Cuando llegué con mi mano derecha hasta su monte de Venus, el temblor se había extendido a sus muslos; todo su cuerpo era un pequeño terremoto mientras el sudor corría por mi frente.
Acostumbrado a que la hembra humana jugase siempre un papel pasivo, me sorprendí cuándo ella se bajó la ropa interior en medio de un jadeo que crecía vertiginosamente.
Pese al frío que calaba los huesos; pese incluso al entorno hostil- estábamos sumergidos entre las ramas retorcidas del ligustro y a calle abierta-, el orgasmo llegó igual. Y para mi sorpresa, fue compartido. Bueno, eso creo.
“¡¿Qué sentís!?. ¡¿Qué sentís?! empecé a gritar como un poseído, buscando que ella liberara su timidez. Pero fue inútil. Sacudida por espasmos musculares, el jadeo se había convertido en un ronquido gutural mezclado con el sonido de la voz humana que pugnaba por salir desde el fondo de su tráquea.
En esos momentos y de manera repentina, la atraje hacia mi pecho. Por primera vez en mi vida, sentí que aquel acto voluptuoso superaba la rutinaria toma de genitales a la que estaba acostumbrado. En medio de una profunda conmoción que no podía explicarme, capté la hondura de la fragilidad humana, como si Dios-ajeno en mis anteriores aventuras amorosas- pusiera una cuña de sublimidad sobre ambos espíritus.
De todos modos, no pude decirle una palabra más. Ella se desprendió de mí, se acomodó presurosa la ropa interior, y después de levantar del suelo la bolsa con las botellas, rápidamente se perdió en la oscuridad.
Si mal no recuerdo, antes de marcharse, creo haber percibido en sus ojos un gesto suplicante (tardé muchos años en descubrir el mensaje oculto que guardaba aquella mirada de angustia). Sólo en el momento de comenzar a aflorar la languidez del orgasmo, comprendí lo que habíamos hecho y sentí temor. Por suerte, por la calle no circulaba ningún transeúnte ocasional.
Lentamente, empecé a caminar hacia el negocio. Casi instintivamente busqué la esquela que ella me había entregado. La leí:
“ Estoy enamorada de vos. ¡No me dejes! Soy muda”
Castelar
(1982)