viernes, 30 de abril de 2010

"No podía dejar de verte..."

Amigos y amigas: continuando con la línea erótica, les dejo otro cuento.


“No podía dejar de verte...”

Mira hacia la calle.
La interminable espera a través de la ventana. 30 días sin venir. Estúpida aventura, típica infidelidad de adolescente. Un par de copas y la pelirroja que le tira toda la artillería erótica. Ya se sabe: la típica pasión en la que el instinto sexual apuesta todo a ganador. “Puedo explicarte...” “No necesito tus explicaciones. Te encamaste con ella; eso es lo que importa”. Respuesta visceral. A tono con el signo de fuego. Escorpio es así. A todo o nada. A mentira o verdad. Sin medias tintas.
Mira hacia la calle.
Ha comenzado a llover. El viento de marzo, sibilante, teje su lúdica sinfonía a través de los intersticios de puertas y ventanas. No vendrá. Seguro que no vendrá. O tal vez, sí. El primer aniversario. Mucho peso emocional. Cinco años seduciendo a través de cómplices miradas, hablando por medio de los ojos que lo decían todo. Demasiado en juego. Prejuicios atávicos. Con mucho en riesgo: las amistades, los parientes, la condena social a esa relación que todos veían venir. Aristas compartidas. Una historia común de frustraciones sentimentales. Por suerte sin hijos como secuela; sin esas sanguijuelas emotivas que tanto condicionan el espíritu. Tal vez vendría. La esperanza estalla en fragmentos de dudas. Pero es la esperanza.
25 de marzo. 2001. Mar del Plata. En medio de una serie de marchas y protestas sociales. Peatonal y Córdoba. Luro y Catamarca. Belgrano e Independencia. El piquete financiero reclamando a un país que no existe. Lo sabe bien; aún lo padece con ella en carne propia.
Mira hacia la calle.
Como siempre a lo largo de estos últimos 30 días. Pero hoy más que de costumbre. No ha podido separarse del amplio ventanal biselado que da al balcón terraza. La lluvia ha levantado una cortina plomiza que se extiende a ras de las olas. El mar parece corcovear.
Mira hacia la calle.
Siente que la lluvia predispone al recuerdo melancólico. Algo más de un año atrás. El piquete financiero había terminado. La larga caminata, el cansancio de las piernas, la garganta que parecía gastarse de improperios y de gritos, invitaban a una pausa. Corrientes y Peatonal. “El Vitti.” El tradicional café, refugio de tantas tardes solitarias. La angustia exalta el peculiar rostro. El dinero sustraído; las penurias económicas; las facturas vencidas. “¿A vos no te parece una injusticia? Estos ladrones de guante blanco...” Comparte su aflicción. Trata de consolarla. Las cálidas palabras se descuelgan con pereza de su péndulo bucal. Parecen enroscarse en las volutas de tabaco que ascienden hacia el cielorraso en busca de una muerte inasible. Y de pronto, el milagro: las manos de ella que se encuentran con las suyas, los dedos presionados, la mirada intensa empujando a la confesión que aún hace un último intento de refugiarse en la garganta. Hasta que el sentimiento oculto, eclosiona: “Y sí...; no lo soporto más. Hace cinco años que lo vengo guardando. Me gustaste desde el primer día que te vi. Estoy enamorada de vos”. Luego las manos que se apartan bruscamente. Miedos, angustias, prejuicios, una trilogía agazapada, siempre al acecho en ese amor que llevaba el rótulo de clandestino.
Mira hacia la calle.
Alguien corre por la acera con un paraguas dado vuelta. No sabe muy bien por qué, pero cree estar segura que una voz le dice que no deje de apostar a la esperanza.
Mejor seguir pensando. Piensa. Si leyó la carta, intuye que el milagro aún es posible.
Demasiado en juego. Lo sabe. No es una historia de típicos amantes comunes: la habitual cita- almuerzo o cena, según las horas de disponibilidad-; una charla donde ambos se desprenden por un rato de sus angustias hogareñas y comunes frustraciones, y luego sí, a la cama. Hotel nuevo o repetido- depende, siempre depende- según el peso de la rutina, y después del rutinario consuelo del orgasmo compartido - o no- , vuelta a soportar la otra rutina del hogar.
Pero esta historia era diferente. En lo social, en lo sentimental, en lo espiritual, pero sobre todo era diferente por la mágica conjunción de buscar a Dios en cada grito de los orgasmos excluyentes y compartidos.
Mira hacia la calle.
Una bruma incipiente avanza desde el Este. En pocos minutos, sabe que se devorará la costanera y que luego trepará hacia la calle alta que ahora permanece desierta. Por momentos, ve el fantasma de ella descender del pequeño auto rojo y luego cruzar la calle con su andar felino. Veinte pasos más y estará frente a la puerta de entrada. Oye el timbre, el sonido virtual que se instala en uno de los intersticios de su cerebro. Le entrega el ramo de rosas rojas preparado para ella. “No esperaba menos de vos...” le dice la virtual voz, y de pronto, el vacío, la imagen que se esfuma mientras el ventanal recupera su lugar en la realidad cotidiana.
Mira hacia la calle.
Lleva horas de pie escudriñando el asfalto y las aceras. Mejor volver a los recuerdos, sumergiéndose en los pasadizos de un amor sublime. Siempre en busca del nirvana; un amor en el cuál el sexo no estaba condicionado por los genitales. Sí, mejor recordar el último acto de amor, antes de la ruptura: preludio de masajes japoneses- una Geisha; una experta en hacer estallar los poros de la piel -. “Hay que liberar al cuerpo; dejar que hable y se exprese por cada una de estas pequeñas ventanitas de la piel. El espíritu protesta a través de la voz, pero sólo los poros abiertos pueden liberar las angustias de la carne”. Piensa, ¿cómo no amar a una mujer capaz de semejante pensamiento?
Mira hacia la calle.
El ruido de un motor sube por la cuesta. Pronto lo ve: es el pequeño auto rojo. El PC del cerebro hace clic. Pausa. Sintonía fina. No se trata esta vez de un auto virtual parido por la ansiedad de la espera. Es real. Y de él, no desciende el fantasma de ella. Es ella. Falda larga tableada, brillante piloto rojo, botas color ciruela.
Comienza a cruzar la calle. Como autómata, va en busca del ramo de rosas. La chicharra del timbre le suena como el mejor trozo musical de Mozart. Ruido de ascensor. Las puertas que se cierran.
El toc, toc sobre la puerta de madera. Inconfundible. Aspira hondo. Ensaya una sonrisa para Da Vinci. Abre la puerta. Las palabras, convertidas en un pequeño amasijo en el paladar. La ve sonriente. Serena. Ella es la que habla.
- No podía dejar de verte, María.


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